martes, 4 de agosto de 2015

Yo cazador

Desde las selvas vírgenes un grito de horror llega a oídos de la civilización, la civilización que se oronda de ser mejor y más perfecta que sus etarios y que aquellos que habitaron las cuevas oscuras del paleolítico, pero la selva anda presente en cada miembro de esa tan llamada civilización. La selva y la ciudad se confunden porque la una no ha podido abandonar la otra. Porque la primera se hace llamar así en despecho porque la segunda le doblega. Lo que hay de bestia en cada uno resurge cuando abandonamos de imprevisto el uso del neocortex y sólo el obscuro cerebro límbico nos reclama. Ocurre cuando el instinto se vuelve primario y comemos con un hambre como la de Marx, aquella que devora carne cruda; cuando la razón nos abandona por el terror que un suceso u objeto o animal nos produce, allí nace la rabia que no se detiene ante nada ni nadie. En cada ser persiste el llamado de sus totems milenarios y el mío se hace presente. Yo predador, nunca presa. Yo bestia. Yo lobo. Yo rapaz no escapista. Yo cazador no carroñero, mis presas caen frescas y el ejercicio cinegético me conforta. Yo artero y doloso, no pío y casto. Yo carnívoro. Yo carnicero. ¿quién pensaría en una bestia asesina y vegetariana? Yo contumaz, no acierto a detenerme ni sabiendo que me espera el abismo. En mis altares se quema incienso y las bestias aledañas me ofrecen oblaciónes de carne. Yo concupiscente, ante mi templo de sangre y miedo se humilla la manada asquerosamente cobarde y las matemáticas del más fuerte brillan a mi favor. Yo cazador no ruego, corto la garganta de mi presa y me ahíto sin reparos. Mi coto de caza es territorio vírgen. Yo devastador, a mis fauces no se suplica, ninguna alimaña puede esperar perdón. En mis selvas no hay dos alfas. Camino al descuido, ningúna zarigueya osaría enfrentárseme. No temo a los leones de reciente melena que aspiran un día a adquirir el aura y la fuerza del amo. Tampoco temo a los leones de raída cabellera, entre iguales se sabe existe el respeto y entre diferentes, el temor. Pero ay,  la selva no perdona excesos y cada cual llega al límite de su fuerza y de su cordura. La naturaleza no permite extremos, por sobre ella nadie. Llegarán tiempos en que otro león me venza en campaña, en campal batalla, entonces y sólo entonces, plañiré mi historia a la selva sublevada y contaré como las hienas llegaron en manada y aprovechando el tumulto me arrebataron la presa, no sin antes dejar algunos enemigos jadeantes y con la garganta abierta; contaré como la jauria de licaones hicieron un festín a mi cuenta, que no a mi nombre; diré que los mosquitos me rondaron y que mis fauces nada pudieron contra ellos; Instalado en la sima de mis derrotas repetiré que nunca fui vencido; Endosaré la culpa a los que, sin reparos, me asaltaron en bandada y, ponderaré que nunca igualarán al que quiesieron imitar, pero, ¿A qué hablar de mártires? ¿por qué ensuciarse con la mención del caído? La selva no los recuerda y no se inclina un solo árbol por su historia.